POMPEYA, UN CAMINO SIN RETORNO
Andrea
Moccia, un niño pompeyano de ocho años, de ojos negros, era feliz porque tenía
amigos y una buena familia. Le encantaba jugar en las vías próximas al foro con
sus amigos y vecinos. Pero, de repente, el 24 de agosto del año 79 d.C,
en cuestión de horas, todo su mundo se vino abajo. Simplemente, fue calcinado y
enterrado para siempre.
Estaba Andrea entretenido en el juego de
las tabas cuando la tierra empezó a temblar y el día, de repente, se hizo
noche.
Él no sabía qué hacer, estaba paralizado
de miedo al no saber qué pasaba. Su madre le agarró del brazo junto a su
hermana pequeña y corrieron hacia la puerta sur de la ciudad. No veía a su
padre ni a su hermana mayor, pero su madre podía detenerse para buscarlos: la
muchedumbre aterrorizada los empujaba a seguir adelante.
La
tierra se agitaba cada vez con más fuerza y todo se venía abajo. Fue entonces
cuando de pronto lo entendió. El viejo volcán se había despertado, dispuesto a
arrasar todo lo que encontrase a su paso.
Le entró el pánico al ver su vida
correr aquel peligro. Solo quería escapar de la ciudad, encontrarse a
salvo, lejos de allí. Cuando salieron de la ciudad, se refugiaron en un templo
que había en la colina más próxima, donde la lava no llegase. Pasaron allí la
noche junto a otras personas que también había logrado escapar. Para su
desgracia, no vieron ni a su padre ni a su hermana. Estaban desaparecidos. Fue
una noche agitada con el Vesubio expulsando fuego y lanzando nubes de piedras
incandescentes y gases sin parar.
A
la mañana siguiente unos guardas entraron en aquel templo a avisarles de que si
sus familias y amigos no se encontraban allí, ya no iban a aparecer: el volcán
les había alcanzado. En ese momento, Andrea deseó encontrarse en otro sitio, en un lugar
lejos de allí, donde nunca pudiesen correr peligro.
Los
años pasaban y Andrea no podía olvidar esos momentos de angustia compartidos
con su madre y su hermana. Cuando vio los ojos de su madre al enterarse
de que no volvería a ver a su marido e hija, comprendió por fin que todo
su mundo se había destruido junto con la ciudad en la que habían vivido tan
felices.
Su hermana pequeña, aún muy niña, no
entendía lo que realmente había pasado, solo sabía que su padre y su
hermana habían muerto. Pero con el paso del tiempo lo comprendió. Las vidas de
todos se habían puesto patas arriba: miles de personas inocentes habían pasado
de tenerlo todo, a no tener nada.
Se mudó a Roma con su
hermana pequeña y su madre, al igual que los demás supervivientes del volcán. Allí
su madre encontró un trabajo en una panadería y se compraron un pequeña casa
cerca del mercado de la ciudad, donde Andrea se encargaba de ir a comprar lo
necesario todos los días para comer.
Enseguida
se adaptaron a su nueva vida. Andrea y su hermanita hicieron amigos, su madre
trabajaba mucho en la panadería para poder compaginar su vida laboral con la
atención de sus hijos. Con el tiempo superaron la gran pena que supuso perder a
seres tan queridos.
Roma era una ciudad bonita y tranquila, lo
que ayudó a que todas aquellas familias que sufrieron aquel desastre pudieran
volver a rehacer sus vidas.
Años después, cuando Andrea
cumplió los 18 años, volvió junto con su
madre a Pompeya, a ver la ciudad donde crecieron hasta que el volcán la arrasó.
Fue muy duro contemplar su ciudad natal arrasada. No pudieron reconocer algún resto de los desaparecidos.
Mejor así. Apenas podían soportar la imagen de destrucción que ofrecía el llano
donde un día se levantó una floreciente ciudad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario